miércoles, 31 de octubre de 2012

A Taylor Green se le había roto la cristalería tantas veces, que para ella las heridas internas no eran ya más que arañazos superficiales. Había perdido, decía, la ilusión por cualquier cosa. Y era incapaz, admitía, de sentir pasión por nada más que por sí misma. Había visto tantas cosas tan raras, tan desagradables, tantas conductas despreciables y actitudes reprobables hasta el extremo que ya nada podía causarle impresión. Dolor sí, claro, ¿pero sorpresa? 

Alguien le dijo una vez, antes de quitarse el disfraz de cordero y dejar ver al lobo feroz, que la gente que recibe muchos golpes aprende a ser inmune o, simplemente, a saber encajarlos. Le dijo que no sabía cual de las dos cosas era peor. Aquel lobo estuvo apunto de comérsela, pero no lo consiguió, a cambio ella aprendió a ser inmune a las miradas penetrantes y su piel evolucionó para resistir los colmillos de gran tamaño. El precio a pagar fue cualquier tipo de ilusión por los ojos profundos y las bonitas sonrisas. 

Por aquella época, dañar a Taylor parecía casi imposible. Podía ofenderse, podía decepcionarse, pero estaba tan acostumbrado al daño que ya no le dolía, y no puedes dañar a alguien que no siente dolor. Tal vez por ello no le importaba meterse con William todo lo que podía, darle caña, hacer que todos se dieran cuenta de que simplemente era uno de tantos monstruos que acechan a inocentes, que intentan consumirlos, hundirlos, ensombrecerlos. Uno de esos monstruos que no son más que enanos astutos con un buen disfraz. 

Taylor era invencible porque no tenía nada que perder, porque lo había perdido todo muchas veces y había aprendido a no tener nada con lo que puedan atacarte. William no tuvo nada que hacer, y con la llegada de ella comenzó el inicio de una guerra y el principio de su fin.

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