lunes, 3 de septiembre de 2012

-Pues vale -le dije.

Y sin que yo pudiese remediarlo, salió por la puerta y se marchó, dejando la habitación fría y las paredes secas, como las hojas caducas que amenaza con caer del árbol definitivamente, perdiéndose en la inmensidad de las calles otoñales. El ambiente se quedó vacío, carente de una forma o algún sentido. Me recordaba a uno de aquellos cuadros de Hopper que había visto tiempo atrás en la exposición de Boston. La atmósfera se viciaba de soledad, y ya no había nada que pudiese detener el avance de la melancolía. 

Yo tampoco me inmuté, era como uno de esas caras sin rostro definido de los cuadros; mi expresión era totalmente impasible. No era una expresión, era más bien una mueca de aceptación. Entendí entonces que a mi ya me daba igual todo: la soledad, la felicidad, el sufrimiento... todos esos sentimientos que preocupaban en exceso al ser humano medio habían cobrado para mí una intrascendencia abismal. Era como si hubiese superado a las sensaciones primitivas tras haberlas experimentado demasiadas veces de forma excesivamente intensa, y me preparase para la llegada a un nuevo nivel. 

Y es que, incluso aquella expectativa, me dejaba con la misma sensación de vacío que  todo lo demás.

1 comentario:

  1. Juraría que te había comentado la entrada anterior, quizás me olvidé de darle a "Publicar".

    Me gusta tu prosa, mucho, quizás tu protagonista este un limbo de impasible aceptación y pasividad; pero tu cargas las palabras con fuerza y a los lectores nos llega. Me parece que en este caso tanto personaje como escritor están llegando a otro nivel.

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