Se sienta despacio, cansado, y observa la ciudad desde las sombras. La oscuridad invade las calles de metal, y el frío que se cuela por su piel no es más que la sensación que le transmite la imagen que tiene ante sus ojos. Las luces de neón comienzan a brillar, iluminando de forma tenue los pasadizos interminables en los que se convierten las calles desiertas, abandonadas por los transeúntes que, como cada noche, huyen despavoridos ante la llegada de la oscura boca del lobo, capaz de tragárselos de un solo mordisco.
Wolf frunce el ceño, nada ha cambiado después de tantos meses, es más, todo parece mucho más frío, mucho más gris, más muerto que antes. Traga saliva, un ligero olor a pólvora se le filtra entre las fragancias metálicas y pestilentes que ambientan los edificios. Sabe que no hay pólvora cerca de él, pero también sabe que ese es el olor de la guerra. De las grandes batallas que hubieron alguna vez, y que gigantes de hierro como los que se alzan ante él detuvieron con el terror. Es el momento de desenterrar viejas costumbres para poder instaurar otras nuevas. De destruir lo que fue para poder ser.
La ciudad se extiende ante él, más triste y solitaria que nunca. Él es un extranjero entre todos esos esclavos que salen de entre las sombras, pero también es aquel que tiene ciertas cuentas pendientes con ellos. Y debe pagarlas, ya no solo por ellos, sino por él mismo. Sobretodo por lo que eso representa.
Wolf le da una calada al cigarro que tiene entre sus dedos. Es un cigarrillo de ciudad, como él es ahora también un cosmopolita, algo que juró hace tiempo no ser jamás. Ahora aspira lentamente, dejando que el humo cause estragos en la oscuridad.
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