Morrigan disfrutaba aterrorizando a su hermano pequeño. Para él, hacer temblar de pies a cabeza el pequeño cuerpo de Belenus no era una simple broma de hermano mayor, sino la satisfacción de ejercer sobre él una fuerza increiblemente poderosa: el terror. Solía acosarlo con todo tipo de estratagemas: desde atosigarlo durante una tarde entera con todo tipo de insultos y reproches, hasta meter una serpiente venenosa en su cama. Era mucho más que un juego de niños, era una estrategia del mayor para asegurarse de que, tras tantos traumas de infancia, su hermano jamás se atreviese a llevarle la contraria. Por si las moscas.
Aquella tarde, Morrigan le había dicho a su hermano que, si no permanecía veinte minutos dentro de un gran barril atestado de ratones -animales a los que, gracias a su hermano mayor, Belenus tenía pavor- vendría un poderoso mago oscuro y lo hechizaría para siempre, maldiciéndolo a carecer de piernas para el resto de sus días. Belenus, crédulo a sus diez años, acababa de echar su segunda tanda de bilis en un vómito después de estar ya cinco minutos entre ratones. El niño estaba pálido como la cera y sus ojos azules resaltaban más debido a lo rojas que se habían puesto sus mejillas de tanto llorar. Tenía un sudor frío que le había empapado parte de su pelo rubio y jadeaba, jadeaba intentando no pensar en que estaba dentro de un barril oscuro, rodeado de ratones y vómito, esperando que toda aquella pesadilla terminara.
Morrigan, por su parte, se había aburrido de ver aquel espectáculo tan patético. Sacaría a su hermano antes de que le diese un colapso nervioso, pero no tenía prisa. La semana anterior habían llegado un par de doncellas nuevas a palacio, de unos quince o dieciséis años, de su edad. No estaban mal, pero eran lo suficientemente monas para que le resultasen beneficiosas y sumamente tontas, un componente ideal para pasárselo bien a costa de la felicidad ajena. Así que, mientras su hermano pequeño agonizaba sufriendo una tortura inhumana, él dirigía sus ojos grises de lobo cazador hacia las muchachas. No le costaría nada hacerse con ellas, no porque fuese guapo, o porque su labia tuviese fama internacional, sino porque era el príncipe heredero del castillo y, si se resistían, tenía todo el poder sobre ellas. Él siempre conseguía lo que quería, y si era mediante malos métodos pues mejor.
Se pasó una mano por su pelo negro, repeinado hacia atrás, y se dispuso a cazar.
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