martes, 25 de septiembre de 2012

La joven debía tener unos veinte años, tal vez veintiuno. Era alta, mucho más que Virgil, aunque tal vez su estatura natural se veía propiciada por los zapatos de plataforma que llevaba. Poseía una elegancia casi majestuosa, incrementada por el elegante vestido negro que llevaba. El muchacho pensó que debía ser un atuendo propio de Geleopolis, porque a él le resultaba muy extraño. No obstante, él sabía apreciar la belleza en lo extravagante. La chica le tendió la mano, sus ojos azules eran fríos pero su sonrisa cálida. Él le devolvió el saludo.

-Es un placer conocerle, señor Amadeus. Me han hablado mucho y muy bien de usted.

Virgil le devolvió la sonrisa y el saludo.

-Lo mismo digo, señorita Arc. 

Virgil no lo sabía, y Rain tampoco, pero casi un milenio antes, dos muchachos más o menos de la misma edad se habían dado un apretón de manos similar. En circunstancias distintas, con formas diferentes y con aspectos y ropas muy contrarias a las que ellos llevaban. Por supuesto, los cargos que ostentaban no eran, no por asomo, los mismos. Pero tenían algo en común con ellos: también se habían conocido en medio de una guerra, también eran representantes de bandos aliados y, sobretodo, por sus venas corrían cromosomas que, tal vez, pese a las muchas ramificaciones hechas después de tantos siglos, Rain y Virgil debían llevar encima. Puede que fuese algo ínfimo, pero el caso es que mil años atrás, el antepasado de Virgil, Rascal Golden, había ofrecido el apoyo de su familia al antepasado de Rain, Luke Krandinsky. Aunque eso ellos no lo sabían, y tal vez nunca se enterasen.

Curioso era, además, que medio milenio antes de que aquellos parientes lejanos de los dos líderes se estrechasen la mano, dos niños hicieron lo propio en un patio de colegio. Se trataba de los iniciadores de todo, aquellos que pasarían a la Historia Prohibida como "Los Liberadores". Esos dos niños de apenas seis años que se conocerían en el año 2063 AG (Antes de la Guerra) eran Alphred Braveheart y Dan Dollar, de los cuales descenderían Rascal y Luke y, por consiguiente, Virgil y Rain, respectivamente en ambos casos. 

Ellos no creían en el destino, eso era cosa de salvajes. Y, de hecho, sería absurdo decir que todas aquellas coincidencias se debían a una conspiración absurda y misticista del universo por repetir los distintos ciclos que, desde luego, hay siempre en la historia de la humanidad. Había una explicación mucho más racional y coherente en todo aquello, pero no es momento de explicarla ahora, tal vez más tarde. El caso que nos atañe es el de los hechos planteados en aquel momento: Virgil y Rain eran los líderes de las Polis más poderosas en aquel momento, cabecillas de sus revoluciones y las dos personas con más influencia en masas que existían en el mundo en aquel momento. Sus antepasados más lejanos habían sido los instauradores de la conocida Era de Bipolaridad, que desembocaría quinientos años más tarde, de la mano también de antepasados suyos, en la Gran Guerra. Ahora los destrozos de aquello se estaban cayendo, y eran también ellos, descendientes de líderes, de conspiradores sociales, de triunfadores del cambio, los que se juntaban en aquel mismo espacio y lugar para comenzar a planear sus jugadas.

Lo poco que podía quedarles de genética (si es que no era nada) les garantizaba un entendimiento y amistad incondicional pese a sus diferencias. Las sorpresas que les deparaba aquella unión casual, aquel brote de azar, era algo mucho más poderoso que escapaba a sus expectativas. 

Había otra cosa que ellos tenían en común con sus antepasados; por un lado, la elegancia y la soberbia de Rain era algo que sus parientes lejanos también poseían, así como la frialdad a la hora de actuar. Virgil, por su lado, compartía con aquellos de los que descendía una extraordinaria inteligencia y una capacidad casi hipnótica para ganarse a la gente. Pero lo que ambos compartían, lo que no habían heredado pero sí desarrollado, era que ellos, al igual que los que vivieron antes, solo jugaban para ganar. Y nunca jugaban una carta sin saberse la mano ganadora. 


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