No tenía una voz tan buena como Monk, pensó Virgil al escuchar cantar a aquella muchacha. Era buena, mucho, a fin de cuentas había sido creada para cantar, manipulada para poseer unas cuerdas vocales espectaculares y entrenada para hacer de ellas un arma fatal. Pero Monk era mucho mejor, poseía una voz más clara, cristalina y con una cierta frialdad que ponía los pelos de punta. Tenía mucha más potencia en su voz y era capaz de variarla según el estilo de una forma realmente elegante. Por eso, seguramente, era Monk y no la muchacha que tenía delante la que se había ganado el título de la Cantante.
Pero la verdadera estrella del espectáculo no era aquella chica menuda, sino el joven que tocaba el piano acompañándola. Todos los ojos iban dirigidos a unas manos largas e increiblemente pálidas, como el resto de la piel del chico. Los dedos, largos y muy huesudos, manipulaban las teclas del piano con una tranquila avidez. Virgil pensó que la calma desprendida por aquel muchacho le recordaba a los largos paseos de un domingo por la tarde, de esos en los que el tiempo se congelaba y la tranquilidad se apoderaba de aquellos que, por mediocridad impuesta, tenían el derecho de disponer alguna que otra vez de un espacio de tiempo libre de responsabilidades.
Aquel al que llamaban el Pianista, por ser el mejor en su campo de toda la polis, se desenvolvía con soltura y verdadera maestría. Tocaba una pieza de música moderna, Virgil pensó que debía ser una canción de finales del siglo XXII, pues aquel tipo de tonalidad le recordaba a muchos artistas de aquella época, pero tampoco le dio demasiadas vueltas, se limitó a disfrutar del espectáculo y de la entrada a aquel lugar tan selecto, un sitio exclusivo para aquellos que habían sido creados con la intención de triunfar, de la élite de la sociedad. Una persona como Virgil no debía estar allí, él era un mero simplón, un hijo biológicamente natural, una persona no creada para destacar, un mediocre. Su sitio estaba en las cocinas o sirviendo las mesas, no entre el público. Pero Virgil no era como todos los demás, él tenía algo que ni aquellos que miraban ni los que servían tenia; una inteligencia fuera de lo común y una capacidad de aprendizaje sobrehumana.
El Pianista aceleró el ritmo de la canción, y la chica dejó de cantar. Eso no estaba planeado, Virgil pudo verlo en la cara de la muchacha. El tipo se estaba saltando el guión, empezaba a mezclar distintas piezas y a convinarlas con gran agudeza, sus dedos se movían de forma entrevesada sobre el piano, sus piernas se movían siguiendo los compases de la música, y él solo había captado por completo la atención de la sala. Su expresión meditabunda cambió y una sonrisa de triunfo se asomó por sus comisuras. Entonces Virgil lo entendió; aquello era el juego del más fuerte, él era la estrella y la chica una mera ayudante, él le había hecho un favor a ella, y ahora a él le tocaba deshacerse de su estorbo. Aquel cambio en la programación era una clara invitación para que la muchacha abandonase el escenario.
Ese chico no debía ser mucho mayor que Virgil. Diecisiete, como mucho dieciocho años le echaba. Se notaba que era alto pese a estar delgado, su piel era casi marmórea de lo blanca que resultaba y su pelo era negro. Llevaba el típico peinado de los muchachos populares: toda la cabeza rapada excepto un lado, del cual colgaba un gran mechón de pelo. El suyo era algo rizado. No era ninguna belleza, pero Virgil pensó que su estilo había sido constituído íntegramente para adaptarse al modelo estético que se llevaba por aquellos días, y que era absolútamente mediático.
En aquel momento, mientras los dedos del pianista alcanzaban tal velocidad y soltura que los ojos ya eran incapaces de distinguir sus posiciones, entró en escena una muchacha acompañada de un saxofón. Virgil la reconoció, era la chica que había visto en la puerta rodeada de microcámaras, era alguien conocido. Al minuto de salir al escenario, el Pianista paró de tocar. Virgil pudo distinguir entonces dos ojos grises ardiendo de furia. Lo habían interrumpido y le robaban el protagonismo. Cuando él paró su música, la chica hizo lo propio y se volteó a mirarlo, le sonrió con suficiencia y, delante de todos, sin importarle que las microcámaras estuvieran presentes y cientos de macropantallas expusiesen su rostro al público, la muchacha le dijo:
-No eres el único que sabe tocar. Espero que no se te haya olvidado.
Él frunció el ceño.
-Tienes razón. Pero espero que tu no hayas olvidado que yo soy el mejor músico de toda la Polis.
-Ya me gustaría verte a tí resolviendo problemas de física, imbécil -Le espetó una voz masculina entre el público-. Yo podría seguir siendo el mejor en lo mío siendo un tullido, si a ti te rompiese alguien un dedo no podrías ni ir a la esquina, serías un puto fracasado. No te des tantos humos, Zaratustra, no sea que un día tengas un accidente.
-¿Quieres que hablemos de accidentes, Orleans? -Le respondió una chica que estaba delante de Virgil. Era una muchacha alta que vestía como solían hacerlo los especializados en artes plásticas-. Te recuerdo que necesitaste la ayuda del Analista el año pasado para poder resolver tu último teorema. Tampoco te las des de grande, eres un fracasado que se frustró con los músicos cuando la Violinista le dio calabazas, así que menos.
-Soy el Físico tarada de los óleos, tu solo sabes hacer garabatos.
-¿Sabes, Orleans? Los físicos sois acojontantes, hermanos retrasados de los matemáticos y todavía os creéis con derecho a menospreciar otras ramas del saber. Por lo menos Kandinski es la mejor en una disciplina pura de su categoría, no como tú que no vales nada al lado de uno de los nuestros. -Aquella voz si que la reconoció, era la voz de Thomas Fermat.
El Físico lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Acto seguido, se alzaron más voces, y cada vez más, hasta que llegó un momento en que el local se llenó de gritos pertenecientes a distintas discusiones. Todos los altos cargos, los mejores de cada categoría, discutían sobre sus distintas disciplinas, se disputaban la legetimidad de sus talentos y se menospreciaban los unos a los otros. La tensión se palpaba en el ambiente, el espíritu de competitividad alcanzaba límites enfermizos y todos se atacaban los unos a los otros como hienas sedientas de sangre, intentando hundir moralmente al enemigo para asegurarse la victoria.
Virgil pensó que aquella imagen resultaba decadente y triste. Le parecían tan patéticos, tan sumamente primitivos que si no supiera cómo habían sido creados y para qué estaban destinados seguramente los hubiese tomado por especímenes sin civilizar, como los salvajes de los que tanto hablaba todo el mundo. Virgil frunció el ceño, tenía la sensación de que en algún momento alguien lanzaría un puñetazo y después de eso estallaría el caos. Todos aquellos jóvenes que no pasaban de los veintidós años tenían la cabeza tan llena de ambición que se habían olvidado de todo lo demás y se habían convertido en aves de rapiña, envidiosas y carroñeras. Virgil sentía verdadero asco viendo todo aquello, el no tenía la necesidad de vanagloriarse de su talento, ni de creerse mejor que otros. Virgil sabía, entendía, que siempre habría gente mejor que él en algo, y que lo único que podía hacer era prestar atención y aprender, y si podía ser de los mejores pues eso que se llevaba.
Retrocedió algunos pasos alejándose de toda aquella gente, sintiéndose un extraño no por su origen, sino por lo alejado que se consideraba de aquella actitud general tan decadente. Hizo una mueca de asco y, entonces, notó una mano sobre su hombro. Se volteó sobresaltado, y se topó con una muchacha alta y rubia, era Monk. Ella observaba toda la escena con la misma expresión de rechazo y repugnancia.
-Por eso quise ayudarte a conseguir tu objetivo, Virgil -le dijo sin mirarlo-. Un día me desperté y vi ésto, siempre sucede, siempre acaban igual éste tipo de noches. Nadie se interesa por los demás, nadie quiere saber otra cosa que no sea la disciplina que domina. El resto les parece mierda, basura inservible, nadie tiene interés y todos se pelean por demostrar que son mejores. ¿Pero cómo va a compararse un escultor con un químico? No lo entienden, no ven más allá de sus narices. Cuando vi lo que eras capaz de hacer, el hambre de saber que tenías por todo y la capacidad de adquisición intelectual que posees, entendí que debía ayudarte. No solo a ganar El Maratón, sino a deshacerte de todo ésto, de enseñarles algo.
Monk suspiró, apesadumbrada, le dirigió una sonrisa triste a Virgil y se encogió de hombros.
-Anda, vámonos antes de que ésto sobrepase el nivel de patetismo fácilmente digerible.
Virgil asintió, y ambos abandonaron el local. [...]
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