Con los brazos esposados a la espalda, Jeffrey observa a sus captores,
entrecerrando los ojos y bostezando de vez en cuando, aburrido. Cada vez que da
una muestra de indiferencia, uno de los tipos que le han capturado le propina
un puñetazo. Gajes del oficio.
—Estás acusado del asesinato de más de doscientas cincuenta personas, por no
hablar de estafas múltiples, extorsión a la justicia, varios secuestros, atraco
a mano armada, posesión ilegal de armamento y sustancias... Y una larga lista
que, supongo, conoces de sobra. —le dice su captor, con una calma sepulcral que
anuncia su derrota definitiva. El tipo lee un expediente que porta entre sus manos,
con altivez, con superioridad. También mira a Jeffrey de la misma forma cuando
alza la vista hacia él—. ¿Qué tienes que decir ante eso?
—Realmente son más asesinatos, no me prives del honor de hacer explotar la
Torre Driver hace cinco años, y provocar indirectamente la muerte de tus nobles
y estimados camaradas hace unas semanas. Me ofenderías mucho quitándome esos
méritos, fueron estrategias concienzudamente elaboradas —Jeffrey sonríe, y sus
dientes aparecen tintados con la sangre que le brota de los labios.
Otro puñetazo. Jeffrey levanta la cabeza tras el impacto, cada vez le duele más
la nariz. Mira al tipo que le acaba de golpear, todo vestido de blanco, casco
incluido.
—Las putas de Hawai follarán conmigo igualmente, aunque me deformes —y luego
añade—: me adoran.
—En realidad, adoran el dinero que le robaste a la Agencia —Lo corrige el
hombre de las insignias doradas, que brillan sobre su traje, también blanco. La
suficiencia de sus ojos se ha transformado en rencor, Jeff sabe que sus
palabras le han calado.
En el fondo solo es otro agenciado sentimental. Un estúpido.
Ese mamón de Valens quiere matarlo desde hace cinco años y ahora se regocija de
su adquisición. Ese eunuco de mierda no va a reír durante mucho tiempo, Jeffrey
lo sabe, cualquiera con dos dedos de frente lo sabría. Aunque claro, la gente
de la Agencia nunca ha tenido más de media neurona blanca. Luchan en una
guerra y todavía se creen los buenos, una panda de inútiles más bien.
—No lo robé, hice un buen negocio —Jeffrey sonríe de lado—. Y si he dejado que
me atrapes, mi querido y viejo compañero, es precisamente para ofrecerte otro
de mis tratos.
Ahora Valens tuerce el gesto, y una mueca de desagrado se va pincelando en su
rostro. La sonrisa rota de Jeffrey se ensancha. Cuando él quiere hacer un
trato, es porque maneja muchas armas entre las manos. Hasta un necio sabe eso,
y por más imbéciles que resulten los miembros de la Agencia, ya están
escarmentados después de tantos años.
Jeffrey se inclina sobre la mesa. El rojo de su sangre se confunde con el
escarlata de su camisa Hawaiana decorada con flores amarillas y combinada con
unas llamativas chanclas color carmesí, cuya suela él hace resonar contra el
suelo. Un atuendo un tanto curioso para un criminal de rango A, aunque todos
saben que Jeffrey Rascal nunca ha sido un sujeto convencional.
—¿De verdad ese cerebro disfuncional que tienes, Valens, ha pensado por un
mísero instante que alguien tan incompetente como tú o tus hombres ibais a
cogerme tan fácilmente? —Enarca una ceja y se echa hacia atrás, apoyando su
espalda contra el respaldo de la mesa, sonriendo de una forma aterradoramente
triunfante—-. Nunca aprenderéis ¿cierto?
Valens aprieta las mandíbulas, la ira de su interior parece desprenderse de su
cuerpo y viciarse con el ambiente de la sala en la que se encuentran.
—Tienes algo que es mío, y he venido a que me lo devuelvas —dice el criminal,
sin borrar la sonrisa escarmentada de su rostro—-. Las blancas mueven primero
en el ajedrez, pero también olvidan que solo le están cediendo el paso a las
negras para atacar. Siempre, siempre lo olvidáis Valens, y eso es lo que a mí
siempre me hace ganar.
—¿Qué es lo que quieres? —La voz del Agenciado suena rabiosa, iracunda. Ha
perdido los nervios, sabe que no ganará el juego.
—Quiero a la chica de Dollar. ¿No te parece amoral, Valens? —La voz de Jeff
suena cínica, cómica, mordaz—. Has apresado a la madre de un pobre niño de
cinco años. Debería darte vergüenza.
Jeffrey cruza los brazos tras su cabeza. Uno de los monos blancos hace ademán
de pegarle nuevamente, pero su superior lo detiene con un gesto.
—O dejas que esa joven y guapa mamá se reencuentre con su novio y su hijo y
sigan robando casinos, matando a cajeros de bancos y dándome por culo con sus
peleas matrimoniales, o te juro que volaré La Capital —Sentencia. La voz de
Jeffrey se vuelve tan fría y deshumanizada como aquella vez, hace cinco años,
cuando consiguió hacerse con casi todo el capital de la Agencia con uno de sus
“tratos”. Es la misma voz que llevó a la muerte a tantos hombres y mujeres,
gente del mismo bando que Jeffrey, personas a las que vendió a cambio de una
libertad inmerecida—. He colocado explosivos en media ciudad, no te conviene
tocarme los cojones. Sabes cómo funciono: si me tratas bien conservas tu vida,
tú y las mierdecillas que pueblan tus terrenos. Si te metes conmigo o los míos,
me cargo a quien me dé la gana, te corto los huevos y hago que te los comas. Tú
decides: la chica o doscientas mil personas y la poca virilidad que te
queda.
Valens parece a punto de estallar. Quiere matarlo, y Jeffrey lo sabe. Pero
también sabe que es intocable, él siempre lo ha sido. Jeffrey Rascal, la mente,
el hombre que logró engañar al criminal más grande de todos los tiempos tan
solo porque aquel juego ya le aburría, el tipo que traicionó a la mayor
organización criminal que ha existido y chantajeó a la Agencia sin posibilidad
de cuestionar ninguno de sus actos. Ese que nunca ve las fichas blancas o
negras del tablero, sino todas las casillas que se entremezclan para lograr una
tonalidad gris.
El Agente aprieta los puños con tanta fuerza que sus nudillos se tornan
blancos. Ya subestimaron a Jeffrey una vez y toda la Torre Driver estalló,
acabando con la vida del Presidente y todos sus allegados. Cuando Jeffrey hace
un trato, nunca va de farol, es algo que cualquiera sabe, incluso un idiota.
—No me mires así —le dice el criminal, con falsa inocencia—, solo deseo el
bienestar de una joven y feliz familia que tú intentas romper.
—Eres despreciable —consigue articular Valens, entre dientes—-. Un monstruo
asqueroso y vomitivo.
—Cabrón con gracia es un adjetivo más adecuado, o hijo de la gran puta
—contesta el otro con tranquilidad, encogiéndose de hombros. Tiene una guasa
tan macabra como insufrible—. Aunque dejemos de hablar de mí, sé que soy guapo
y os encanto a todos, pero tengo prisa. ¿Qué me dices?
Sin apartar la vista de él, taladrando su cabeza con los ojos, torturándolo
hasta la muerte con la mirada, Valens coge aire, a presión, y luego expone su
veredicto final:
—Supongo que no tengo otra opción.
Se puede observar la consternación en los rostros del resto de guardias,
muchachos inexpertos que todavía no comprenden la magnitud de las palabras de
ese loco con pinta de rastafari adicto al whiskey, a la telebasura y a las
putas baratas. Pero Valens lo conoce demasiado bien, y sabe, pese al odio y la
rabia que siente en éstos instantes, que si no obedece miles de inocentes
pagarán por ello. Jeffrey se limita a sonreír y asentir con la cabeza.
Lleva el pelo desordenado, como siempre, y se pasa una mano por la perilla mal
afeitada.
—Bien, Valens. Veo que, a pesar de todo, sigues teniendo una chispa de
raciocinio en tu diminuto cráneo de gilipollas —Chasquea la lengua y suelta un
suspiro sobreactuado—-. Tu jefe lo entendió hace cinco años, y tú has aprendido
bien de él. Cuando las negras atacan, o aceptas las tablas o se comen tus
fichas.
—Un día no habrán tablas, Jeffrey.
Y éste, ladea una sonrisa, se inclina sobre la mesa y con la voz que sólo
utiliza cuando sentencia, dice:
—Ese día yo ya estaré haciendo jaque a tu querido rey, y tú estarás en el
cementerio del ajedrez.
Jeffrey Rascal siempre gana al ajedrez, es algo que cualquier imbécil sabe. Y
Valens, que estuvo con él en la Academia, lo conoce mejor que nadie. Él siempre
vencía todas las partidas, él era la gran mente estratega: ninguna habilidad
física destacable, una capacidad mental excepcional. Siempre con un truco bajo
sus camisas excéntricas, siempre con un trato irrefutable que ofrecer.
Engañando a todos con esas pintas de drogadicto y esa actitud sarcástica y
narcisista que todos tomaban como los delirios de un pirado marginal,
escrutándolos a todos para conocer sus debilidades y utilizarlas en su
contra.
A Jeff Rascal nunca se le escapa una, todos saben eso, incluso los menos
espabilados. Porque él entendió, mejor incluso que Big Daddy, el gran criminal
entre los grandes, que en el ajedrez nunca ganan las blancas ni las negras,
sino la mejor estrategia. Y él nunca tiene una, sino cientos de ellas en la
cabeza.
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