jueves, 3 de enero de 2013

Dallas encontró tremendamente divertida la manera que tenía aquel chico de sorber la sopa. Era ruidoso y maleducado, colocaba los codos descaradamente sobre la mesa y relamía el plato mientras liquidaba la última gota de caldo amarillo que quedaba sobre la superficie de cerámica blanca. Dallas se preguntó si el muchacho pasaría el tiempo suficiente en el pueblo para averiguar si aquella forma de comer era fruto del hambre o del carácter natural. 

-¿Cómo has llegado a la ciudad? -Preguntó la camarera, quitando el plato hondo y vacío que había dejado el chico sobre la mesa.

El muchacho se encogió de hombros. 

-Andando.

-¿Has venido andando tú solo hasta aquí? -Preguntó, estupefacta. 

Él la observó de hito en hito de forma inocente, con una mirada que parecía indicar que no había entendido del todo bien la pregunta. Instantes después, curvó sus labios en una media sonrisa algo maliciosa, una sonrisa que Dallas no pudo sino encontrar terriblemente familiar. La camarera estaba segura de que había visto aquel mismo torcer de gesto en algún otro sitio, en alguna otra persona, pero era incapaz de recordar un rostro o un sonido indicativo de alguna voz. Instintovamente observó por la ventana, la casa Walden se observaba a lo lejos, grande y majestuosa, pero había algo extraño en ella, algo que Dallas era incapaz de describir. 

Puede que no estén tan locos los viejos después de todo... Pensó para sí misma, pues aquella misma sensación de desasosiego que describían algunos de los habitantes de la ciudad, ese presentimiento que les atacaba cada vez que observaban la finca Walden, encajaba perfectamente con la descripción que ella misma se hacía ahora mismo de la sensación que estaba notando. No entendía bien lo que pasaba, al igual que no observaba nada extraño en la casa objetivamente hablando, pero algo ocurría, como también algo distinto poseía la casa Walden. 

-¿Te pasa algo? -La voz del forastero le hizo volver a la realidad como un cubo de agua fría.

Dallas lo miró, algo desconcertada, parecía desorientada en su propio lugar de trabajo. 

-¿Eh?... Ah, no no... que va, lo siento ¿me decías?

Volvió a esbozar aquella sonrisa torcida que a Dallas tan familiar le resultaba, solo que ésta vez la transformó en una carcajada. 

-Yo no decía nada, pero en respuesta a tu pregunta te diré que no, no he venido solo. He venido con, al menos, cinco personas distintas, y uno era un tío que conducía un camión lleno de cerdos. Olía que flipas de mal ¿sabes? 

Había algo en aquel chaval que resultaba inquietante. No era un mal presentimiento, sino un presentimiento sin más. Como si aquel adolescente de catorce o quizá quince años ocultase algún tipo de bomba nuclear bajo su ropa, una bonba que podía estallar en cualquier momento. Y eso no era un mal presentimiento, porque no era una bomba real, sino algo figurado, algo que había dentro del chico y que auguraba una importante explosión metafórica de una envergadura considerable. Al igual que con la casa Walden, Dallas era incapaz de saber qué había detrás de aquel forastero, pero sabía que había algo, lo sentía, y cuando otros habitantes de aquella pequeña ciudad lo conociesen de seguro que también podrían percibirlo.

Se percató, entonces, de que parte del aura de misterio que envolvía a aquel escuálido adolescente de piel nívea y pelo negro como el carbón se incrementaba al no conocer ni su nombre.

-No te he preguntado como te llamas ¿verdad?

-Pues no -le contestó, sin perder la sonrisa-. ¿Me lo estás preguntando ahora?

-Te gustan demasiado las bromas, chico. 

Él soltó una sonora carcajada. 

-Demasiado, sí. Algo así. 

Se hizo un silencio que él mismo rompió al cabo de unos instantes.

-Mi nombre es Wilhelm. No puedo decirte apellidos, pues no tengo, ni darte una explicación del mismo, pues nunca conocí a mis padres. Pero me llamo Wilhelm.

-¿Eres huérfano?

-No lo se -se encogió de hombros con naturalidad-. Solo se que mi casa era un Centro de Acogida y mi nombre iba impreso en mi ropa de recién nacido. Lo demás, vete tú a saber.

Dallas se conmovió con sus palabras, aunque pronto se dio cuenta de que el muchacho no fingía indiferencia, su calma era sincera. Dallas tenía un don para esas cosas, sabía cuando alguien mentía sobre sus sentimientos y cuando no, era intuición o quizá práctica tras años detrás de una barra aguantando a borrachos melancólicos, pero a ella nadie la engañaba, y el tal Wilhelm le estaba diciendo la verdad. 

-¿Qué buscas en ésta ciudad, chico?

El muchacho se quedó callado de repente, mudo, mirando a la nada. Tenía sus ojos azules perdidos en algún punto de la pared blanca del fondo de la cafetería. Frunció un poco el ceño, no demasiado, adquiriendo así un aire pensativo y algo confuso. Al cabo suspiró, y miró a Dallas diréctamente. 

-No lo se ¿sabes? yo iba hacia el Oeste -le contestó-, pero... ¿Tú sabes de quién es esa casa?

El chico señaló la casa Walden, y Dallas se quedó tan sorprendida que no supo ni contestar. Estaba totalmente paralizada. De todas las preguntas y él tenía que hacer esa.

-Es que... ¿sabes? iba a cruzar la ciudad rumbo al Oeste, pero entonces vi esa casa. No me tomes por un loco, no creo en cosas místicas, pero esa casa tiene algo ¿no crees? Serán cosas mías, pero me daba la sensación... no se, es difícil de explicar. 

Cuando Dallas lo miró, todavía en estado de shock, todavía incrédula de que un forastero fuese capaz de captar aquello que transmitía la casa Walden, se topó de nuevo con aquella media sonrisa de antes, uno de esos gestos que prometen nada bueno y mucha malicia inocente, y entonces su estupefacción fue mayor. Acababa de percatarse de dónde conocía aquella sonrisa, dónde la había visto antes, o a quién se la veía casi todos los días. Era una sonrisa que en aquel muchacho indicaba picardía y por ello no la había reconocido, ella la conocía como la arrogante sonrisa del triunfador que consigue aquello que quiere con un juego no demasiado limpio y un narcisismo demasiado abundante. La solución al enigma le pilló tan desprevenida como si un globo de agua le hubiese caído del techo, así que Dallas no pudo más que taparse la boca con ambas manos para no dejar escapar un grito de sorpresa e intentar mantener sus pies sobre la tierra. 

Y Dallas, que había vivido algunos años y que conocía demasiado bien todo lo que sucedía en aquella ciudad, con una memoria envidiable para recordar todas las historias de la gente que había pasado por la barra de su cafetería, recordó entonces que la casa Walden había cambiado dieciséis años atrás, cuando ella tan solo tenía veinte y todavía creía que los borrachos, de vez en cuando, podían ser amables después de una sesión de terapia gratuíta. Al igual que recordó, de repente, todo lo que había sucedido hacía casi dos décadas en aquel mismo local, y no tuvo más que preguntarle al muchacho:

-¿Puedo preguntarte la edad? -con voz entrecortada y algo nerviosa, con taquicardia y un presentimiento más fuerte que sus ganas de aferrarse a la vida. 

Él sonrió de nuevo.

-Esa es una pregunta muy indiscreta -bromeó, pero algo le dijo que la mujer necesitaba aquella información, así que cedió-. Quince y medio o algo así, por arriba o por abajo, quién sabe a ciencia cierta. 

Dallas comprendió entonces que la casa Walden cambiaba siempre que algo importante estaba apunto de suceder en la ciudad, un acontecimiento que los conmocionaría a todos, algo que hiciese tambalearse las estructuras de los habitantes y, sobretodo, las de aquellos que poblaban la monstruosa mansión. Dieciséis años antes la casa Walden había cambiado, justo cuando alguien que no era de aquella ciudad había llegado para ponerla patas arriba. Ahora aparecía aquel chico, justo cuando la casa Walden volvía a cambiar. 

Dallas no creía en misticismos, pero cuando Wilhelm volvió a sonreír y la imagen de un William Walden adolescente se le apareció de repente como un espectro no le cupo la menor duda. La casa Walden era como la sonrisa de aquel muchacho; era necesario mirar más allá de las narices para averiguar dónde estaba el truco. 

-Oye -la llamó el chico, chasqueando los dedos. Dallas salió de un letargo-. ¿Estás bien?

Ella se lo quedó mirando varios segundos antes de contestar. El parecido era escalofriante. 

-Sí, estoy perfectamente -asintió, de forma casi mecánica-. Es solo que... bueno, he tenido un presentimiento. 

Wilhelm se echó a reír, y Dallas supo que aquella risa no era la de William Walden, pero la había escuchado muchos años atrás, en aquella misma mesa. La camarera miró hacia la ventana y miró la casa Walden. Tenía un mal presentimiento. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario