El aire fresco de la noche nos azota en la cara, y el pelo se enreda al son de la melodía nocturna que entonan las hojas de los árboles en medio del silencio sepulcral de la ciudad. Risas se oyen de fondo, como ecos fantasmagóricos a lo lejos, casi imperceptibles pero acompañantes del sonido que emiten los pies, ávidos y algo atolondrados, moviéndose de acá para allá, sin rumbo fijo ni destino, a la espera de lo que pueda llegar. La noche muere pero todavía es joven, como las almas que la acompañan y no desean terminar jamás, aferrándose a la oscuridad cuales vampiros que temen los rayos del sol, la luz cegadora que todo lo blanquea y devuelve a una realidad atormentada por la añoranza de los grandes momentos. Risas que esconden los lamentos del día, gritos que aclaman una libertad que las horas diurnas arrebatan con sus miles de quehaceres, el aullido de una juventud que se nos escapa de entre los dedos sin que la podamos sujetar. La música cesa mientras las farolas emiten sus últimos rayos de luz artificial, y las risas se transforman en conversaciones eternas, desvaríos de transeúntes sin rostro y con demasiada alma. Espíritus que se quitan las máscaras en la penumbra del fin. Los murmullos indican el final de la cruzada, la odisea esquivando grandes cíclopes de hierro y sirenas bicolores, el fin de una noche que se descuenta de todas las que quedan. Otro grano de arena más en el finito reloj de la juventud perenne. Soñemos juntos sin pegar ojo mientras nos sea permitido, gritemos sin que nadie nos oiga mientras no sea cosa de locos, andemos de acá para allá con el frío helando nuestras manos mientras no se considere inadecuado. Seamos quienes somos y quienes fuimos para llegar a quienes seremos. Bebamos de las noches sus fantasmas y seamos sus monstruos antes de que los rayos del sol nos hagan polvo y nos creen nuevas máscaras que oculten aquello que a quemarropa nunca dejaríamos ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario