La atmósfera se tiñe de Lana del Rey, y huele a vino tinto
del bueno y a cigarrillos mentolados. La mezcla de olores, sabores y sonidos
solo puede indicar una cosa: mamá está en casa.
Dejo el tubo sobre el sofá y la chaqueta encima de una
silla. Es inusual que mamá me visite en casa, lo lógico es que yo vaya a la
suya dos o tres veces, a lo sumo, por semana. Así que me preocupo, porque que
mamá esté en casa solo puede significar dos cosas: o que uno de mis abuelos
está enfermo y/o muerto, o que se ha vuelto a encontrar con papá en el momento
más inesperado.
Porque no hay cosa más nefasta para los nervios de mi madre que toparse con
mi padre por la vida.
Al llegar a la cocina y verla cocinando, que es como la
aparición de los cometas famosos; algo que ocurre una vez cada siglo, entonces
me convenzo que la razón es papá, y que afortunadamente mis abuelos están bien.
No sé exactamente qué narices está haciendo
con mi despensa, pero me va a pagar el dinero que ha malgastado en la comida de
mi nevera. Porque de lo que está intentando hacer no va a salir nada
comestible. Mamá nunca ha sido buena con a vitrocerámica.
Al lado de los utensilios de cocina que amenazan con atentar
contra su vida o la mía se encuentra la botella de Rioja del bueno que se está
bebiendo. Mamá nunca ha sido de escatimar en marcas. En el cenicero, a su
derecha, unos siete u ocho cigarrillos con letrero verde, el que me indica que,
efectivamente, son de los mentolados.
Mamá siempre dice que mi padre huele a pintura, cigarrillos
de los que ahogan y sabor a alcohol rancio en la garganta. Y eso es porque,
desde que tenía dieciocho años, cada vez que se lo cruza esos son los olores
que la embriagan.
Siempre el mismo drama.
-Hola, cariño –me saluda.
Y es un hola cariño de rencor femenino. Un hola cariño que
esconde un te tengo que despotricar de tu padre o moriré en el silencio. Un
hola cariño que me anuncia una noche repleta de reproches y batallitas de aquel
tiempo en que él le arruinó la inocencia y echó su infancia a la basura. Del
tiempo en que lo conoció y empezó a odiarlo, hace más de veinte años.
Mamá y papá son así, dos personas que se odian, que no se
aguantan.
Y, curiosamente, nunca se han aguantado.
Desde mucho antes de que yo viniese a éste mundo. Desde años
antes de que yo comenzase a gestarme. Ellos ya no se aguantaban.
Y no era un odio que esconde una pasión tras él, era un odio
verdadero. De los que desprenden veneno corrosivo y te calan hasta en los
huesos. De esos odios que perduran con el paso del tiempo y se incrusta como un
tumor que va carcomiéndote el alma. Así se odiaban. Y así se odian ahora.
En realidad, me agotaban.
Ellos dos. Porque los que se pelean no se desean, los que se
pelean se matan. Y ellos se habían matado tantas veces que ya solo les quedaba
la opción de torturarse. Hasta el final. Hasta que solo quedase uno en pié,
repleto de heridas internas y cicatrices en el alma. Y lo peor no era que solo
vivieran para hacerse la vida imposible. Lo peor era que llevaban tanto tiempo
así que ya no concebían una vida sin el otro. Si alguno de ellos faltaba se
crearía un vacío imposible de llenar. Y eso era muy triste, porque no habían
nacido para estar juntos pero tampoco para estar separados. Así que solo les
quedaba el odio. Una fina linea que los salvaba de la unión y nunca les dejaría
estar separados. Un sentimiento tan destructivo y agónico como su propia
relación.
Así que mi madre, envuelta en humo mentolado y Lana del Rey
me dice:
-Estoy haciéndote la cena, que hace mucho que no cenamos
juntos.
Y sonríe sin hacerlo, porque cuando bebe vino tinto es que
necesita reponer fuerzas, porque no tiene ni para sonreír. Porque a sus
cuarenta, mi madre es muy joven y a la vez muy vieja. Es la niña que no pudo
seguir siéndolo porque me tuvo demasiado pronto, y la adulta que se rehúsa a
serlo porque necesita vivir desesperadamente. Es aquella que tuvo un hijo que
resultó ser un genio con la persona a la que más ha despreciado a lo largo de
su vida, con el único ser al que ha odiado, y con el único espécimen sin el que
ahora mismo no podría vivir sin perder el sentido de una buena parte de su
existencia.
Y a mí, que me da mucha pena que ni ella ni él sean capaces
de dejar todo eso atrás. De dejar de intentar romperse en mil pedazos, no me
queda más que aceptar las cosas como son. Que tengo unos padres que desearían
no haberse conocido jamás, y al mismo tiempo lo agradecen más que a nada por
haberme tenido a mí. Que no pueden ni verse sin acabar montando una guerra
civil, pero tampoco pueden vivir el uno sin la otra porque ya llevan casi
veintitrés años así.
Así que, fingiendo como ella me ha enseñado, sonrío,
poniéndome algo de vino, y le digo:
-Espero que no acabemos en el hospital.
Y ella se ríe sin reír, y yo le sigo el juego cínico.
Y Lana de rey sigue envolviendo la atmósfera con su voz
tristona. Y el vino marea, el tabaco huele a menta y mi madre, entonces, me
dice:
-Hoy he visitado a Manu en la facultad.
Manu es un amigo suyo de toda la vida, y trabaja como
profesor en la universidad. Ella lo visita de vez en cuando y, de paso, reviven
aquellos años de juventud que ya se les han pasado a los dos. Un tiempo que
pasaron encerrados en las aulas en las que él hoy por hoy da clase.
Y yo bebo vino y le pregunto:
-¿Y qué tal te ha ido?
Y ella se acaba el vaso que tenía lleno, le da una calada al
cigarro, tararea Blue Jeans y me contesta:
-Me he encontrado con tu padre al volver. Resulta que
también había ido a verlo, fíjate tú.
Y la música se muere, el paquete de mentolados se termina y
el vino va disminuyendo en la botella. Y mi madre frunce el ceño
inconscientemente. Y yo suspiro.
Me espera una noche bastante larga.
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